Jan 12, 2007

 
J.M. Coetzee
Desgracia
Mondadori, Barcelona, 2000


Por

Miriam Badillo


Un académico universitario común y corriente, es decir responsable, conocedor de su materia (poesía inglesa) sin llegar a lo extraordinario, divorciado, cincuentón, profesor gris, con una vida tranquila y sin mayores preocupaciones personales que las de resolver de algún modo sus impulsos y deseos sexuales
“crepusculares”
cae en desgracia. Lo que se adivinaba como uno más de sus flirteos con una estudiante lo conduce a un juicio escolar que le hace perder el trabajo y le cambia por completo el panorama de una vida que él ya vislumbraba de cierto modo, con sus dudas y asperezas pero completamente predecible. Se va entonces a pasar una temporada a casa de su hija, en una granja desolada, y ahí junto con ella se encuentra de nuevo frente a la desgracia.
Muchos elementos hay por discurrir con este libro del autor sudafricano que no duda en poner sobre la mesa una vez más el universo de sus preocupaciones, obsesiones diría yo, personales: la vejez y sus revoluciones, ¿un hombre o mujer viejo pierden el derecho a amar, a desear? ¿Se convierten en seres detestables y exiliados en su piel marchita?; el impulso erótico y sus oscuridades, sus misterios nunca resueltos; la validez de un mundo que reprocha y juzga desde su propia mentira y fragilidad; la realidad histórica y social de una Sudáfrica profunda cuyas leyes no escritas se imponen con furia en el personaje de Lucy (ex hippie, empeñada en asimilarse a esa Sudáfrica profunda, rural), la hija de David Laurie, el personaje principal.
Laurie se ve repentinamente enfrentado al propio peso de su alta cultura, de su egoísmo, de su frialdad y desapego, brutalmente enfrentado a la presencia y sufrimiento de los seres que comparten el planeta con los humanos (según dice Lucy): los animales.
Coetzee no cede nunca, sus personajes se mantienen siempre sujetos a sus propios e intransferibles mundos, más asertivos que equivocados aunque sus empecinamientos o tal vez mejor dicho, sus certezas, los lleven a la desgracia y durante casi todo el transcurrir de la historia, a la incomunicación y la distancia. No, Coetzee no cede nunca ante la tentación complaciente, cede, eso sí, a la conmoción, al dolor y no duda en conmoverse y con él sus personajes.

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